En primer lugar es justo decir que soy muy fan de los documentales sociales. No me gustan los de bichos y culturas pero los de tendencias, social y demás me parecen fascinantes. Todavía cito partes enteras del documental sobre los terraplanistas de Netflix que es una maravilla de sin propósitos que lo tiene todo: negacionistas, drama, amor, divos, ideas de casquero y auténticos momentos de vergüenza ajena. Si no le habéis dado al play podéis dejar o de las redes sociales para otro día y empezar con este que es de lo mejorcito que veréis en mucho tiempo, además explica divinamente que cualquiera puede encontrar en las redes información que apoye la teoría más loca que se les ocurra sin problemas. Pero me desvío del tema. Las redes sociales son malas, adictivas y además recopilan datos personales de tu uso y comportamiento para poner anuncios relevantes y, de paso, influenciarte. Esta es la premisa básica del documental. Eso es algo que no os puede pillar de sorpresa. El verdadero riesgo de las redes sociales es la crianza de niños y adolescentes que no tienen una referencia real fuera de internet y consideran esta su única fuente de información haciendo que su mundo se limite y dejando que sus influencias sean poco positivas. El documental expone un hecho pero no una realidad como que parte de los problemas de las redes sociales son culpa de sus usuarios y no sólo de las grandes empresas.
Me voy a ceñir al título de este post. En HBO hay una serie muy divertida que se llama Silicon Valley. Su primera temporada es bastante friki y una delicia para los programadores y para aquellos que saben cómo funciona la industria. Se trata de una serie de desarrolladores con una buena idea que viven en uno de esos garajes infames compartiendo espacio con otros nerds de tomo y lomo y su manera de hacerse un hueco en el valle. En su camino se encuentran con obstáculos de programación pero también con mucho ser vivo trepa y acara dura que sabe que una idea millonaria es para el primero en llegar a ella. Uno de esos altos cargos es el director de Hooli, Gavin Belson, que es una empresa extrañamente parecida a un conocido buscador que se dedica a hacerles la vida imposible. En un momento determinado, después de varios encontronazos y reveses , de perder cargo y verse desplazado de la sociedad del Valle se convierte en un gurú de las tecnologías éticas. Es una situación que tiene mucha gracia y que obviamente celebras con carcajadas. Y en cierta forma es un poco como te sientes al ver los testimonios de estos gallifantes de las apps.
Cinematográficamente hablando el documental es además muy tramposo. Desarrolla en paralelo una historia de una familia con actores, algunos seguramente los reconozcáis de , por ejemplo Santa Clarita's Diet, que representan al americano medio. Y con ellos intentan demostrar como si se tratara de un capítulo malo de Black Mirror lo que las redes sociales hacen en las cabezas de los adolescentes. Situaciones muy extremas, polarizaciones para crear rechazo y una falta de coherencia que están en sintonía con el mensaje que pretenden hacernos llegar. Esta parte guionizada es un poco vergonzante, todo sea dicho de paso.
La hora y media que Jeff Orlowski usa para convencernos de las maldades de las tecnologías son demasiado cortas para que se pueda centrar y tocar todos los palos. Mientras pierde gran parte del metraje en explicar que la función principal de estas compañías es vender nuestros datos y convencernos a golpe de clic de lo que las empresas que les pagan quieren ya sea en consumo como en política, se detiene meticulosamente en explicar como el algoritmo aprende de nosotros y alimenta nuestros egos y necesidades para acaparar nuestra atención, pero pasa de puntillas sobre los problemas sociales que se encuentran debajo del uso inadecuado de la tecnología, en poner las culpas sobre los usuarios no sólo sobre los desarrolladores pero sobre todo desaprovecha varias bazas que deja caer pero olvida en el camino como los usos de las fake news, las tendencias de consumo, los límites de uso de esas apps o el papel educador de los padres en ese consumo responsable.
Ojo, no digo que no diga grandes verdades, digo que lo hace de forma tremendamente efectista y demonizadora y no se centra a la hora de explicar esto para que tengamos una perspectiva más completa. Como bien reconoce mi generación será la última que recuerde la vida antes de la hiperconectividad, lo que era no tener toda la información en tus manos, lo que es elegir sin algoritmos pero tampoco podemos olvidar que el algoritmo es una maquina programada para enseñarnos cosas que se basan en nuestros gustos, es un poco como poner los anuncios de un canal infantil, que ataca directamente a los pequeños para crearles necesidades de consumo irracionales sin permitir que se creen sus propias ideas.

No acabo de entender a qué tanto revuelo con este documental que no deja de ser simplemente correcto, entretenido pero muy partidista. Es decir, falla a su propio mensaje. No hay una sola voz discordante, nadie que arroje luz en otra dirección, de hecho nadie que arroje luz a secas.
El documental me ha dejado fría, no he disfrutado, no he querido saber más, no me ha causado una inquietud mayor a la que tenía antes de verlo y , ni de lejos, me ha dado ganas de salir corriendo a borrar facebook del teléfono que es, sin duda, el objetivo que tenía la cinta. La novedad, el punch, es simplemente que las personas que hablan son los grandes creadores de esas apps que ahora se desdicen de sus creaciones y venden una realidad sin tecnología en sus casas.
Y sí, hay tips muy válidos, mensajes a los padres para que ayuden a sus hijos pero, anecdóticamente, están al final del documental mientras los créditos del mismo siguen bajando cuando es, de lejos, el mejor mensaje que aportan.
Pero luego acaba el documental y Netflix, que posee el algoritmo más avanzado del mercado nos ofrece en la pantalla sugerencias sobre qué ver ahora, para seguir pegados a la pantalla. Da qué pensar, ¿no?
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